Cuando el arte salva vidas

El arte salva vidas, y no sólo en un sentido filosófico o metafísico. Este efecto lo describieron varios autores, desde Arthur Schopenhauer quien creía que para abstraerse de los deseos de la Voluntad necesitábamos del arte, hasta Friedrich Nietzche quien decía que teníamos el arte para no morir de la verdad. Cuando hay tragedias personales, –como un corazón roto–, o a gran escala, –como guerras, hambruna y epidemias–, el arte está ahí para cobijarnos de diversas formas, como la literatura, la música, la pintura, entre otros. Éste puede ser un discurso crítico, un faro de empatía y de esperanza, o un testimonio histórico que sirva como aprendizaje.

La Gran Guerra (1914-1918) fue uno de los conflictos más sangrientos que vivió la humanidad. Ocho millones de soldados murieron en las trincheras, en bombardeos aéreos, en ataques de gases nocivos, o en albergues contagiados por la gripe española. Los 20 millones de soldados sobrevivientes no regresaron a casa indemnes: las heridas físicas y psicológicas eran recuerdos perennes de los horrores vividos en el campo de batalla. 

Proceso de reconstrucción facial de un soldado herido en la Batalla del Somme en 1916. Fue gracias a Harold Gillies, que muchos soldados pudieron recobrar la mayoría de su rostro a través de nuevas técnicas quirúrgicas. (Fuente de la imagen: Getty Images para el Daily Mail)

De los heridos, el 16% tenía lesiones faciales graves que dificultaban ver, respirar con facilidad o comer y beber. Históricamente, la medicina de reconstrucción facial no estaba para nada desarrollada. Harold Gillies, un cirujano otorrinolaringólogo de Nueva Zelanda, al estar trabajando en los hospitales del frente occidental, se dio cuenta que para reparar estos estragos se necesitaba trabajo especializado. Con permiso del gobierno británico, consiguió abrir la primera unidad de cirugía plástica de Gran Bretaña en el Hospital Militar de Cambridge en Aldershot para ayudar a todas esas personas que necesitaban una reconstrucción facial. Pero a pesar de estos grandes avances, faltaba intervenciones extra que no eran quirúrgicas.

Anna Coleman Ladd. (Fuente de la imagen: Mujeres con ciencia)

Para quienes aún tienen dudas sobre si el arte es un socorrista de la vida, una de las heroínas de la Primera Guerra Mundial fue una escultora. Anna Coleman Ladd (1878-1939) nació en Filadelfia y se educó artísticamente en Europa. Al casarse con su marido, el médico Maynard Ladd, regresó a los Estados Unidos para asentarse en Boston en 1905. Allí, siguió estudiando en la Escuela del Museo de Boston bajo tutela del escultor Bela Pratt, exhibió sus obras en varias exposiciones y fundó, incluso, un gremio de artistas. Era una mujer consagrada a las artes ya que su talento no sólo residía en la escultura, sino que también en la literatura, el dibujo y la pintura.

En 1917, su marido decidió trasladarse a Francia para dirigir la Oficina Infantil de la Cruz Roja Americana y ayudar a los niños y jóvenes afectados por los conflictos. Coleman Ladd, sin pensarlo dos veces, lo acompañó. Estando ya en París, conoció al capitán Francis Derwent Wood, un hombre ya mayor para combatir, pero en su afán de contribución decidió montar un hospital de reconstrucción facial de los heridos en el frente. La artista participaría abriendo su propio estudio que cambiaría millones de vidas.

Anna Coleman Ladd en su estudio. (Fuente de la imagen: Inspire more)

El lugar buscaba ser acogedor para que los pacientes no sintieran el malestar que tenían al estar en una clínica u hospital. Las salas eran grandes y luminosas, y estaban decoradas con muchas flores y carteles y banderas estadounidenses y franceses. En un lado del estudio, moldes de yeso recubrían una pared, y justo abajo, sobre una mesa, se encontraban las obras en proceso de Anna Coleman Ladd: máscaras prostéticas.

Los moldes de yeso en el estudio de Anna Coleman Ladd. (Fuente de la imagen: El Confidencial)

El proceso era largo, de casi un mes de duración: primero se tenía que hacer un molde de yeso del paciente, y ya seco, se esculpía en arcilla el rostro reconstruido para crear una prótesis en latón. Ésta se pintaba acorde al color de la tez del soldado, y se incluía la colocación de cabello natural para cejas, pestañas, patillas, barba y bigote. Por último se colocaba el sistema de fijación, ya sea una cuerda para amarrar en la nuca, o unos lentes para asentar la máscara a las orejas.

Anna Coleman Ladd haciendo pruebas de color para pintar la máscara según la tez del soldado. (Fuente de la imagen: El Confidencial)

Al ser una máscara de latón, los pacientes no podían comer o beber con ella puesta, pero les regresó su humanidad. Después de ser dados de alta, muchos de estos soldados no habían podido verse al espejo por el trauma extra que esto podría causarles. Sus rostros eran objeto de horror que asustaba e incomodaba a quien lo veía, a tal grado que en varios parques de Inglaterra, pintaban los bancos en azul como signo de advertencia, de que quien se sentara allí “no sería agradable de observar”.

Prótesis de nariz y ojos sostenidas por lentes. (Fuente de la imagen: Daily Mail)

En total, Anna Coleman Ladd realizó 185 máscaras hasta 1919, cuando regresó junto a su marido a Estados Unidos. Fueron en total 185 personas que, gracias al arte, dejaron de sentirse monstruosos o repulsivos, recuperando su dignidad y sanando sus heridas mentales y emocionales. Por su labor, Francia le otorgó el título de Caballero de la Legión de Honor, y Serbia la medalla de la Orden de San Sava. Quién iba a pensar que ser artista pavimentaría el desarrollo de las prótesis estéticas modernas. 

Algunos trabajos de Anna Coleman Ladd. (Fuente de la imagen: Inspire more)

Publicado por Miss Chalak

Curiosa empedernida y adicta a la hipervinculación. Descubrió que es amante de la semiótica y los idiomas cuando estudiaba una maestría en Historia del pensamiento. No entiende por qué decidió describirse en tercera persona.

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